Subía un día la mujer por la cuesta de Santa Clara, cuando alguien que subía tras ella la alcanzó, saludándola. Era el obispo Ricard Maria Carles.
—¿Cómo va el chico?
—Está en San Pedro de Cardeña.
—¿Se ha aclimatado bien?
—Sí, está muy contento. Y yo he escrito a unas monjas de la misma orden para ver si me aceptan como oblata, ya que monja no puedo ser por estar casada.
—¿Dónde está exactamente el monasterio en el que quireres ingresar?
—En Benaguacil, provincia de Valencia.
—Sí, lo conozco, yo soy de Valencia capital.
Se despidió amablemente después de esta breve conversación. La mujer entró en Santa Clara y el obispo continuó subiendo la cuesta.
La mujer se despidió de las monjas de Santa Clara y entró como oblata en la comunidad de Benaguacil en otoño de 1984, unos meses después de que el chico entrara en la abadía cisterciense de San Pedro de Cardeña (Burgos).
Semanas después, la mujer, ya en Benaguacil, se enteraría de que el obispo había llamado al monasterio cisterciense para dar buenos informes de la mujer. Este hecho sirvió para disipar las dudas de la mujer sobre si debía entrar en el Cister o haberse quedado en Tortosa con las clarisas, ya que la abadesa de Santa Clara, Sor Mercedes, había intentado convencer a la mujer de que era mejor quedarse con las clarisas.
Avenida de entrada a la abadía cisterciense de Benaguacil
Así que los caminantes tenían la impresión de estar juntos a pesar de la distancia que les separaba. Tenían los mismos usos y costumbres, el mismo canto, el mismo horario, el silencio que todo lo impregnaba, un silencio total, absoluto. Los mismos valores, la misma espiritualidad, iguales lecturas y noticias, la campanilla que sonaba para ambos a las 4:30 de la madrugada. El mismo hábito. Quiso la "casualidad" (que ellos llamaban "providencia") que les marcasen la ropa con el mismo número, el 10. Las mismas horas de sueño, de las 9:30 de la noche a las 4:30 de la madrugada.
Les enseñaron el mismo lenguaje de gestos, pues esta orden tiene como característica especial el silencio, un silencio permanente, ni siquiera hay recreos. Se habla un mínimo necesario en las horas de trabajo para dar instrucciones y hacer preguntas. Por esta razón, la Orden tenía un lenguaje de gestos para que los monjes se comunicasen lo imprescindible sin romper el silencio.
Hay tres o cuatro días excepcionales, grandes fiestas de la Orden, en que las hermanas podían charlar. Pero tenían tan poca costumbre que les costaba romper el hielo.
Conversando en el jardín, un día de gran fiesta
Tanto a la mujer como al chico, cada uno en su monasterio y sin haberse puesto de acuerdo, les encargaron el aprendizaje de la música. Ambos pasarán las dos horas de trabajo de la tarde practicando en el teclado electrónico o en el armonio.
En la iglesia había dos coros, uno enfrente del otro. El canto se alternaba: una estrofa en un coro, y la siguiente en el otro. Al final de cada salmo, todas las hermanas se levantaban para cantar el Gloria con una reverencia profunda (tronco inclinado hasta formar un ángulo recto con el resto del cuerpo). Se volvían a sentar y empezaba el salmo siguiente.
Los dos coros en la iglesia, durante una celebración
Para acompañar el canto, la organista tocaba siempre el armonio que estaba entre los dos coros. En la foto, tocaba la Madre Teresa, de Valencia. Al fondo, a la derecha del altar, está la zona de los huéspedes, que pueden asistir libremente a todas las celebraciones del canto litúrgico.
La rejas separan la zona de clausura de las monjas de la zona de los huéspedes y de capellanía. En la foto, más allá de las rejas, a la izquierda, está arrodillado el Hermano Julián, que vivía en capellanía con el Padre Luis. El Hermano Julián era un monje cedido por el monasterio de San Pedro de Cardeña para ayudar a las monjas de Benaguacil en las faenas más pesadas.
Convenía que la mujer aprendiese música a marchas forzadas para sustituir a la organista, que se estaba volviendo sorda. La mujer se irá incorporando gradualmente, primero tocó Tercia, luego Sexta y Nona, llamadas horas menores porque solo duran un cuarto de hora. Más adelante, tocaría Vísperas, Vigilias y Completas.
La encargada de tocar en Laudes y Misa era la Hermana Pilar, que tenía la carrera de piano y era una experta. Pero la comunidad la prefería como cantora, tenía una voz preciosa y entonaba muy bien las antífonas y los salmos. La mujer también cantaba mientras tocaba.
Quiso también la providencia que el abad de Cardeña fuese precisamente el Padre Inmediato de Benaguacil. El Padre Marcos (maestro de novicios del chico), cuando le nombraron abad de Cardeña, era el encargado de visitar a las monjas para supervisar el buen funcionamiento de Benaguacil. A veces venía acompañado del chico para que pudiese encontrarse con la mujer.
También solía venir el Padre Jesús Marrodán para supervisar el canto y ensayar con las monjas.
Otra característica muy especial de la orden cisterciense es la vida comunitaria. En ningún momento del día se podían retirar a la celda. Siempre estaban juntas, para rezar, comer, estudiar, trabajar, dormir. El único momento del día en que podían salir a pasear solas a la huerta o por los naranjos era durante la siesta, si no tenían sueño. El resto del día estaba perfectamente estructurado mediante toques de campana, y las actividades eran para todas juntas.
Sala capitular
En esta sala tenía lugar la primera reunión del día. En ese momento, la Madre Abadesa iniciaba un saludo con un movimiento de cabeza, primero a derecha, después a izquierda, y el saludo se iba propagando por ambos lados hasta la última hermana que hubiera entrado en el monasterio. Luego, la Madre daba noticias, consejos e instrucciones para el día.
Refectorio
Las monjas se turnan cada semana para los oficios de leer durante la comida, servir la mesa y cocinar. En la mesa, ninguna hermana puede pedir nada para sí misma, aunque se hayan olvidado de servirla; en cambio, cada hermana tiene la obligación de estar atenta a las monjas sentadas a su derecha y a su izquierda, vigilando que no les falte de nada. Si se da cuenta de que no les han servido algo por error u olvido, debe hacer un gesto para avisar de ello a la abadesa, que da recado a la servidora.
Escritorio
En esta sala, hay que dedicar un mínimo de tres cuartos de hora diarios a la lectura de temas espirituales. Se consideraba un acto solemne de comunidad, con la misma categoría que el oficio divino o que el capítulo, por lo que las hermanas profesas debían asistir vestidas con la cogulla blanca, y las novicias, con capa blanca, aunque tenían un escritorio propio en el noviciado.
El trabajo también es muy importante para las monjas. Conviene que se ganen la vida. Dedicaban cinco horas diarias al trabajo, tres por la mañana y dos por la tarde.
Tenían un taller de cerámica, pero no cubrían todas las fases de producción. Una empresa familiar de cerámica traía la pasta, elaborada según un secreto profesional, y también los moldes de yeso.
Aquí se retocan las figuras y se ponen a secar
Una vez secas, la empresa venía a buscar las figuras para pintarlas y cocerlas en el horno.
Algunos trabajos se hacían en común, como cuando llegaba la época de coger naranjas. Las monjas pertenecían a una cooperativa que se ocupaba de la venta.
Vista del monasterio desde los naranjos
Esta era la zona de clausura. En el primer piso, el dormitorio común iba de extremo a extremo. Una gran puerta separaba las celdas del noviciado de las de la comunidad. Las celdas eran minúsculas, las paredes de separación no llegaban al techo y, en lugar de puerta, una cortina blanca, plisada, que debía estar abierta durante el día. Era un dormitorio alegre, limpio y luminoso.
La hermana Agripina era una manitas, resolvía todos los problemas de la casa, arreglaba los aparatos que no funcionaban. Y la madre Julita era la hortelana, con sus manos grandes, ajadas y nudosas.
Hermana Agripina conduciendo el tractor
Al cabo de seis meses, la mujer vistió el hábito blanco de las novicias, con una capa blanca también.
Se daba un valor destacado a la amabilidad. Cuando dos hermanas se cruzaban caminando por el claustro, por ejemplo, debían saludarse con una pequeña inclinación de cabeza y sonreír, aunque no tuvieran ganas, aunque estuviesen de mal humor, aunque sufriesen por dentro y sintiesen dolor.
La mujer, al principìo, interpretó esa sonrisa casi forzada como una actitud hipócrita, que no reflejaba la realidad interior de cada hermana, su estado de ánimo. Pero después entendió la intención de esa sonrisa: cuando una persona se pasa la mayor parte del tiempo contemplando lo trascendente, se desdibujan y pierden relevancia las pequeñas cosas que le suceden. Además, cada hermana debe hacer todo lo posible por hacer felices a las otras hermanas, mostrándoles una cara amable, sin preocuparlas con sus desdichas personales.
Jardín del claustro, con un estanque y una estatuilla de la Virgen
En el jardín del claustro había cuatro preciosas palmeras, una más que en el patio de las clarisas, en Tortosa.
Las hermanas no podían corregirse entre sí. Si una hermana tenía alguna queja contra otra, la única solución era exponérsela a la madre abadesa. Porque con la abadesa siempre se podía hablar. (Las novicias podían hablar siempre con la madre maestra y con la abadesa). Entonces la madre era quien juzgaba si una queja era procedente o tan solo una manía de la hermana que se había quejado. Si a la madre le parecía razonable la queja, ella misma se encargaba de corregir a la hermana en el momento que estimara más oportuno, sin herirla. De esta manera se minimizaban las fricciones entre las monjas, y la convivencia quedaba a salvo.
A medida que pasaba el tiempo, le fueron encargando a la mujer distintos oficios: debía servir a los monjes de capellanía, colocando los platos guisados en el torno y lavándolos al final de cada comida. En capellanía vivía, además del padre Luís, cedido por el monasterio cisterciense de Logroño, el hermano Julián, del monasterio de Cardeña.
Capellanía, adosada a la iglesia, con pequeña huerta propia
Otra temporada encargaron a la mujer la limpieza de la iglesia y el claustro. Después fue portera, atendiendo la puerta, el teléfono, limpiando los locutorios y la hospedería y el porche exterior, donde se quedaba extasiada contemplando los limoneros, con su parterre de flores azules, situados ante la puerta de entrada.
Fachada principal con limoneros ante el porche de entrada al monasterio
En el primer piso se ven las ventanas de la enfermería. En la planta baja, de izquierda a derecha, las ventanas de la hospedería, la puerta de entrada y las ventanas de los locutorios, donde tenían lugar las visitas a las monjas, separadas por rejas. En el extremo más a la derecha, tapada por uno de los limoneros, está la puerta de entrada de los huéspedes a la iglesia.
La casa era austera, sin los adornos típicos femeninos, como cortinas o jarros de flores. Eso sí, había macetas en el claustro y muchas monjas disponían de un trocito de terreno en donde cultivar flores.
Nadie poseía nada. Incluso la ropa interior u otras pertenencias personales se consideraban comunes y, a juicio de la abadesa, se podía hacer uso de ellas según las circunstancias.
Otra característica simpática de los monjes trapenses o cistercienses es la hospedería. La de Benaguacil era pequeña, solo cinco habitaciones dobles. Tenían un comedor y, al igual que para Capellanía, las hermanas guisaban y ponían la comida en el torno.
Pasados los tres años reglamentarios de noviciado, la mujer vistió el hábito de profesa temporal, con escapulario negro y velo blanco. Ella, como oblata, no pronunció votos temporales. Se celebró una sencilla ceremonia en la sala capitular.
Posteriormente le encargaron el cuidado de una hermana con alzheimer, la querida hermana Carmen, que se apagó rápida aunque dulcemente, sin episodios de agresividad, siempre amable, ella, fruto quizá de largos años sujeta a la obediencia.
La mujer dejó el dormitorio común y se instaló en la enfermería, durmiendo en la misma habitación que la hermana Carmen para vigilarla de día y de noche, contando con la ayuda inestimable de la comunidad.
Al cabo de un tiempo se hicieron obras en el interior de la iglesia, que quedó mucho más bonita:
Bancos nuevos de madera para los huéspedes y visitantes