Friday, 29 March 2019

Tortosa - Castrillo del Val (Burgos)

Deja que suene la música mientras lees (clica el enlace): Trappist Monk's Choir of Cistercian Abbey, 1966


El chico siguió adelante con sus tentativas de encontrar un monasterio que le gustara y le admitiera. Basándose en el estilo de vida que llevaba en Tortosa, le aconsejaron que llamara a la puerta de alguna abadía cisterciense (conocida también como trapense).

En España solo hay nueve monasterios de monjes del Cister (Trapa), y el que quedaba más cerca de Tortosa era el de San Pedro de Cardeña, en el municipio de Castrillo del Val, a unos 10 km de Burgos. 

San Pedro de Cardeña

Fachada principal

Entrada a la iglesia

Vista lateral de la iglesia

En ese monasterio le admitieron. Primero tuvo que hacer un mes de prueba para asegurarse de que se adaptaba a la comunidad. Y a principios de agosto de 1984, se despidió definitivamente de las monjas de Santa Clara y de su madre para entrar en la abadía cisterciense.

Dom Pablo, abad de Cardeña en 1984

El 20 de agosto (fiesta de San Bernardo de Claraval) de 1984 le dieron el hábito de novicio. Su padre maestro, que se llamaba Marcos, era bondadoso y le trataba con afecto. Más adelante le nombrarían abad del monasterio.

Padre Marcos García, maestro de novicios en  1984

En el oratorio, que es una pequeña capilla de la zona de clausura, los monjes cantaban el oficio divino de vigilias, horas menores y completas. La misa, Laudes y Vísperas tenían lugar en la iglesia, y podían asistir los huéspedes y visitantes.

Interior de la iglesia

El Padre Jesús Marrodán era un músico estupendo de la comunidad de Cardeña y pensó que el chico podía aprender a tocar el órgano electrónico. 

Padre Jesús Marrodán, excelente músico

Todas las tardes, durante unas dos horas, el chico practicaba entusiasmado los ejercicios que le enseñaba el Padre Jesús.

En la sala capitular se reúnen los monjes durante una media hora todos los días para escuchar lo que dice el abad.

En dos o tres ocasiones la mujer tuvo la oportunidad de visitar Cardeña y encontrarse con su hijo. Mientras estaba de visita, ella se alojaba en la hospedería.


Habitación de la hospedería

El chico le mostraba muy contento todo el monasterio, salvo las zonas de clausura. Paseaban juntos por el claustro:


Claustro del monasterio 


Columnas del claustro

Subían por la escalera de caracol:



O bajaban a las bodegas románicas antiquísimas, donde tenía lugar el envejecimiento de los vinos de mesa llamados "Valdevegón", de cuya venta dependía la economía de los monjes.


Barricas de las bodegas románicas de Cardeña 


Envejecimiento de vinos de mesa en las bodegas en uso más antiguas  de España

Juntos entraron en la biblioteca restaurada del monasterio:



En ella se guardaban, entre muchos otros, libros de canto gregoriano, verdaderas joyas de la edad media:



El chico mostró a la mujer la sala de los sepulcros del Cid y de Doña Jimena:



La comunidad elabora dos variedades de licor de hierbas denominadas "Tizona del Cid", con propiedades digestivas si se toma con moderación.


Botella de Tizona

La mujer pudo entrar en las modestas instalaciones en las que el chico, junto con otros novicios y monjes, trabajaba por la mañana bajo la atenta supervisión del Hermano Emiliano en la limpieza y el etiquetado de las botellas de Tizona y del vino de mesa Valdevegón:


Botella de vino de mesa Valdevegón 

Otros productos que elabora la comunidad de Cardeña:


Queso de oveja Valdevegón

Cerveza Cardeña

La mujer pudo tener el gusto de saludar al Padre Pablo, al Padre Marcos y al Padre Jesús, así como a otros miembros de la comunidad:


Comunidad de San Pedro de Cardeña


Haciendo clic en el enlace podemos ver y escuchar a Fray David, monje de Cardeña y escultor , uno de los miembros de la comunidad desde febrero de 1965.








Tuesday, 26 March 2019

Tortosa - Desconcierto

Deja que suene la música mientras lees (clica el enlace): La Mare de Déu - Anónimo


Ese verano de 1983, la señora Teresa falleció en el hospital.

Mosén Lluís no sabía de ninguna otra persona pobre que necesitara atención en Tortosa. Así que los caminantes se dedicaron de lleno a hacer vida en el patio del convento de Santa Clara, ayudando a las monjas en todo lo que podían.

Pasados unos meses, en pleno invierno, el chico, que ya había cumplido los 19 años, empezó a darle vueltas a la idea de entrar en una orden monástica, formar parte de una comunidad cenobita. Hizo indagaciones al respecto, informándose aquí y allá de las posibilidades que tenía, cuando de repente le preguntaron: 
   ¿Has hecho ya el servicio militar?

Los caminantes se quedaron petrificados. ¡Lo habían olvidado completamente! Se habían rodeado de una burbuja etérea, dentro de la cual vivían apartados del mundo, y ahora la burbuja acababa de estallar y ellos se encontraban de nuevo en la vida real. 

Ambos se  quedaron desconcertados a la vista del nuevo rumbo que tomarían sus vidas. A veces resulta difícil comprender los planes que Dios tiene para cada uno de nosotros.  

El chico tuvo que partir hacia Gerona, ciudad de la que habían salido hacía ya año y medio. El billete de tren se lo compraron las gentes de la parroquia y de Cáritas. La mujer fue a la estación a despedirle y allá se fue él, sin dinero. Ni siquiera sabían cuándo se volverían a ver.

Despedida

La mujer intentaba desechar las imágenes que acudían a su mente, no quería pensar en ellas. Imágenes típicas "de la mili" en las que el chico no parecía que pudiese encajar.

La mili

En Gerona, el chico se enteró de que le habían declarado prófugo porque estaba en paradero desconocido. Se presentó en el cuartel, aún sin saber exactamente si se podría declarar objetor de conciencia. 

Caserna de Gerona

En el cuartel le hicieron pasar a revisión médica y, cuando le tallaron, vieron que no llegaba a la estatura reglamentaria para hacer el servicio militar. Le midieron a conciencia, numerosas veces, con todo esmero, pero nada, no daba la talla.

Finalmente, expidieron un certificado de exclusión total del servicio militar. El chico llamó en seguida a las monjas de Santa Clara de Tortosa para que notificasen a la mujer la alegre noticia de que volvía al convento. Sin embargo, antes quiso visitar a su padre, que vivía en Barcelona, y se quedó en su casa durante tres días.

Por fin sonó el CLAC del portalón de entrada al patio de las palmeras y la mujer vio entrar al chico radiante de felicidad por la suerte que había tenido.

Portalón de entrada al patio del convento de Santa Clara

Saturday, 23 March 2019

Tortosa - La casa de los gatos

Deja que suene la música mientras lees (clica el enlace): Spiegel im Spiegel - Arvo Pärt


      Invierno de 1982  - 1983

Los días muy fríos de invierno, cuando lucía el sol, los caminantes subían a la parte más alta de la ciudad, situada detrás del convento, en donde descubrieron un rincón acogedor y despejado desde el que se divisaba a sus pies la ciudad, el río Ebro, el valle entero y, a lo lejos, los Puertos de Tortosa-Beceite, que separan las provincias de Tarragona, Teruel y Castellón.

Ports de Tortosa-Beseit desde la parte alta de la ciudad de Tortosa

Se sentaban en aquel lugar, largo rato, contemplando. Era un paisaje sobrecogedor, majestuoso. Desde lo hondo de la mujer brotaban lentamente las palabras de una canción:

           Santo, Santo, Santo
           Señor, Dios del universo.
           Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria.
                   Santo
                   Santo
                   Santo


            Primavera de 1983

En la subida a Santa Clara, a la altura del convento y al otro lado de la calle, vivía una señora que sentía predilección por los gatos abandonados de la calle. La señora les preparaba pequeñas vasijas de plástico con agua y restos de comida.



Era propietaria de la casa que colindaba con el convento. Una casa abandonada en cuyo portal cerrado había practicado un agujero para que los gatos se refugiaran en ella. 

Al darse cuenta de que los caminantes subían cada día al convento para ayudar a las monjas, participar de la liturgia y estar en la iglesia, entabló conversación con ellos:
      Venís cada día de muy lejos, ¿verdad?
      Sí, desde el otro lado del río.
      Soy propietaria de la casa de enfrente. Os dejo el primer piso. Podéis dormir en él y así no tendréis que subir cada mañana esta cuesta tan empinada. El piso está muy deteriorado, pero vosotros podéis arreglarlo un poco.

Les enseñó la casa. Estaba ruinosa. Faltaban peldaños. No había agua corriente, aunque sí luz eléctrica. Irían a buscar agua a una fuente cercana. El piso que les ofrecía era lúgubre. Muchas habitaciones, sin muebles, algunas incluso con el suelo agujereado, a través del cual se veían los bajos, llenos de escombros y de gatos. El segundo piso estaba restaurado, pero era para una hija de la señora, que ahora vivía en el extranjero. En la parte más alta del edificio, un pequeño desván, también restaurado, y una terraza. Serían libres de subir al desván, no estaba cerrado con llave.

Los caminantes pudieron dejar el ático de Ferrerías y quedarse a dormir en el primer piso de la casa de los gatos. Ya se habían acostumbrado a dormir en el suelo, que les parecía el más mullido de los colchones. Por los agujeros del piso subían los felinos y se aposentaban por toda la casa. Huían saltando despavoridos cuando se acercaba alguien, emitiendo sonoros maullidos que dejaban los pelos de punta a la mujer y al chico.

Cuando llegó el verano, los caminantes pidieron a la propietaria que les dejara dormir en el desván. El techo era de uralita y la habitación se calentaba como un horno, pero, como mínimo, hasta allí no llegaban los gatos. Se acostumbraron a dormir fuera, en la terraza, bajo las estrellas. Solo de vez en cuando tenían que entrar corriendo si empezaba a llover en medio de la noche. Desde la terraza se veía el patio del convento, tan cerca estaban.

En primer plano, la verja y la bougainvillea del jardín del convento. 
En segundo plano, la terraza y el desván de la casa de los gatos.


           Mediados de verano de 1983

Iba a cumplirse un año desde su llegada a Tortosa. El chico estaba ya cerca de los 19 años. 

De pronto, cuando menos se lo esperaban, las clarisas les dieron la buena noticia de que ya podían dormir en la habitación exterior del convento; el obispo de Tortosa había dado por fin su permiso a las monjas.

Eufóricos, abandonaron la casa de los gatos y se instalaron en Santa Clara. Esta vez las monjas ya pudieron entregarles la llave del portalón. A partir de entonces, la mujer y el chico serían los encargados de abrir por la mañana y cerrar al anochecer la entrada al patio de las palmeras.


Friday, 22 March 2019

Tortosa - Mendicantes

Deja que suene la música mientras lees (clica el enlace): Only The Winds - Ólafur Arnalds


   Invierno 1982 - 1983

Las monjas tenían fama de ser pobres. Eran muy queridas en la ciudad. Las mimaban. La gente les llevaba alimentos. 

Poco a poco fueron conociendo también a los caminantes que siempre pululaban por allí, arrancando hierbas del empedrado, limpiando y fregando la iglesia y los locutorios. O estaban sentados en el banco o en el escalón de entrada de la habitación exterior.

Y la gente empezó a traer alimentos también para los caminantes. Si se acumulaban demasiados alimentos, la mujer y el chico llevaban algunos a las familias de gitanos del barrio de la señora Teresa. 

Mosén Lluís también les regalaba una bolsa de comida de tarde en tarde. Les dejaba libros para que leyeran en la habitación exterior. Los caminantes leían en voz alta, alternándose. Leyeron las obras de Santa Teresa de Ávila y de San Juan de la Cruz. Las biografías de San Francisco de Asís y de Santa Clara, así como la de mosén Manuel Domingo i Sol. Las monjas recalcaban que mosén Manuel había sido capellán del convento de Santa Clara y había vivido en el cuarto que ahora ellos ocupaban.

Manuel Domingo y Sol - (Tortosa, 1836-1909) - Beatificado en 1987

Les dejaron una pequeña sartén, un pote de aluminio y un hornillo eléctrico. Sin embargo, el hornillo era de 220 voltios y la tensión del enchufe del cuarto era de 125. La resistencia del hornillo apenas se calentaba. Lo máximo que podían hacer era huevos a la plancha y calentar agua para la leche condensada.

También iban al mercado a hacer algunas compras que les encargaban las monjas. En el mercado, algunos vendedores añadían alimentos gratis para los caminantes. 

El día de Navidad, las monjas quisieron agasajar a los caminantes preparándoles una mesa en el locutorio grande y sirviéndoles la comida de la comunidad.

*     *     *

El obispo andaba frecuentemente por la ciudad y hablaba con la gente. También visitaba a las monjas de Santa Clara y aprovechaba para saludar a los caminantes. Les preguntaba si estaban bien y si tenían todo lo necesario. 

Ricard María Carles tenía por costumbre regalar a las clarisas unas cuantas cajas de productos del campo, como frutas y verduras. Las monjas enviaban al chico a buscar las cajas al palacio episcopal. El obispo no se olvidaba de incluir una caja de frutas y tomates para los caminantes.

Palacio episcopal de Tortosa

Cada vez era mayor la cantidad de gente que se prestaba a ayudarles. Distintas parroquias, instituciones, colegios y el seminario se ofrecían a darles comida siempre que lo necesitasen. Había multitud de puertas a las que llamar. Querían colaborar porque sabían que los caminantes cuidaban a una señora enferma y ayudaban a las monjas a cambio de casi nada.

Algunas personas convidaban a los caminantes a comer en sus casas, pero ellos declinaban la invitación. Evitaban todo tipo de relaciones sociales, eran celosos de su intimidad, se negaban a dar explicaciones sobre el estilo de vida que habían elegido. También llamaban a puertas que sabían que se cerrarían para ellos. Lo hacían con toda intención, pensando que les daban la oportunidad de ayudar, no les importaban las negativas.

*     *     *


En una ocasión subieron la escalera de una casa y llamaron a la puerta del último piso. Abrió la señora y, cuando vio que los caminantes le pedían pan, gritó airada:
   Mirad que mi marido es policía, y está ahora en casa. Si no os marcháis enseguida, le llamo.
Hasta risa les entró a los caminantes por tan burdas amenazas.

*     *     *


Una mañana, muy temprano, llamaron a una puerta. Era una planta baja. Les abrió una joven, guapa y muy bien arreglada. Le pidieron pan. Ella les ofreció unas monedas. Ante la negativa de los caminantes de coger el dinero, empezó a regañarles:
   A ver, si os doy comida, igualmente la he tenido que comprar con dinero, ¿qué diferencia hay?
   No te preocupes, no tienes que darnos nada.
   Es que yo quiero daros. Tengo por costumbre dar cada día una moneda al primero que me pide. Vosotros habéis sido los primeros hoy y quiero daros.
   
Les hizo entrar en una sala con aspecto de peluquería.
    Ya veis, aquí es donde trabajo y no suelo tener comida.
    No pasa nada, pediremos en otra casa.
    Es que me apetece daros. Voy a mirar si encuentro algo por allí dentro.
   
Estaba visiblemente contrariada, casi a punto de llorar. Al cabo de un momento volvió, triunfante, con un bote de lentejas y una lata de sardinas. Incluso comprobó las fechas de caducidad de los productos. Los caminantes se quedaron impresionados ante las ganas de complacer de la peluquera.

*     *     *


La patrona de Tortosa es la Virgen de la Cinta, y en la Catedral hay una capilla dedicada a ella. Junto con los tortosinos, a los caminantes les gustaba mucho cantar el estribillo del Himno a la Virgen de la Cinta (clica el enlace)

Thursday, 21 March 2019

Tortosa - Patio del convento

Deja que suene la música mientras lees (clica el enlace): Chant of the Templars - Da Pacem Domine


     Septiembre de 1982

Junto al Ebro, en el palacio episcopal, vivía el obispo de Tortosa, Ricard Maria Carles.

Ricard Maria Carles, obispo de Tortosa en 1982

Era valenciano. Había sido consagrado obispo de Tortosa en 1969 y ahora tenía 56 años. En la Conferencia Episcopal Española era presidente de la subcomisión para la Familia. El 23 de marzo de 1990 será nombrado arzobispo de Barcelona y, en noviembre de 1994, cardenal.

Cuando las monjas de Santa Clara le informaron de sus planes para albergar a los caminantes en la habitación exterior del convento, el obispo no dio su permiso:
     La mujer, si está casada, que viva con su marido.
¿Cómo iba ella a volver con su marido? Hacía más de diez años que vivían separados, en ciudades distintas. Había buenas relaciones entre ambos, pero sus vidas eran independientes. Las monjas estaban desoladas cuando comunicaron la noticia a los caminantes, que intentaron consolarlas.
     No os preocupéis. Nosotros cumpliremos nuestra parte del trato. Y más aún. Haremos por vosotras todo lo que necesitéis.

De modo que, cada día, a las dos entraban en la iglesia de las clarisas para que las hermanas pudieran comer en comunidad. Ellas, por su parte, entregaron la llave del cuarto a los caminantes. Podían ocupar la habitación durante el día y debían abandonarla por la noche.

Al cabo de unos días, un desconocido, una persona anónima, cedió un piso deshabitado a los caminantes. Estaba al otro lado del río, en el barrio de Ferrerías, hacia la derecha de la iglesia del Roser.

Parroquia del Roser

Era un ático muy pequeño y destartalado, con una terraza orientada al oeste, hacia las puestas de sol. Medía unos 20 metros cuadrados. La cocina, el comedor y el recibidor eran una sola pieza. Tenía una habitación y un pequeño reducto a un nivel más alto. Tras una puerta, con el aspecto de armario empotrado, había un retrete como aquellos antiguos, con un agujero practicado en un banco de madera, y una tapa.

El párroco de Ferrerías les dio pintura blanca para la habitación, cuyas paredes estaban deterioradas. Les proporcionó también una mesa redonda y dos sillas, así como dos grandes tablas de madera de 70 x 180 cm que les aislaran del suelo a modo de cama. El fogón era de leña o carbón. No lo utilizaron. Siguieron comiendo frío.

Solo estaban en el piso para dormir. El resto del día lo pasaban en casa de la señora Teresa y en el convento de Santa Clara. Se levantaban antes de la salida del sol para asistir a Laudes y a misa en el convento. Atravesaban el puente con el despuntar del día. Solía soplar el mestral. Ese año de 1982, fue muy lluvioso y frío. Alguien les dio paraguas. A veces el piso del puente estaba helado, se agarraban a las barandillas para no resbalar. Era grande la belleza del río a aquella hora temprana. La ciudad aún dormía.

Hacia las dos, después de atender a la señora Teresa, subían de nuevo al convento de las clarisas:

Escaleras y portalón de entrada a la izquierda

En él pasaban toda la tarde.

Convento de Santa Clara

La puerta situada más a la izquierda del patio era la de la iglesia. En el banco se sentaban a menudo a tomar el sol en los fríos días de invierno. No había calefacción ni estufas. 

Iban cada vez más embutidos en jerseys y chaquetas de lana que les ofrecían. Una señora se brindó a renovarles el calzado, pues iban con sandalias. Entró con la mujer en una zapatería para comprarle chirucas. El chico se opuso, quería hacer como las clarisas, que usaban sandalias todo el año.

La segunda era la puerta principal del convento. Había un recibidor con el torno, a través del cual se podía hablar con las monjas, sin verles la cara. Por una empinada escalera se accedía a pequeños y bastante sombríos locutorios, con rejas que separaban las monjas de los visitantes. 

La tercera puerta daba a la huerta. Determinados días de la semana entraba por ella el hortelano. Se encargaba de las faenas más pesadas, como la poda de frutales y la preparación de la tierra. También el chico solía entrar para echarle una mano. La mujer se sentía frustrada porque no la dejaban participar en las faenas de la huerta.

Segunda fachada que delimita el patio

La puerta izquierda de la segunda fachada era la del cuarto de los caminantes. Medía unos 3 x 4 metros cuadrados, incluido el lavabo, al fondo. El único mueble era una antigua mesita de noche. Ni camas ni sillas. Los caminantes se sentaban en el escalón de entrada del cuarto, la puerta siempre abierta.

La última puerta daba a un gran locutorio y a habitaciones reservadas para familiares o invitados.

Verja que da al jardín

El tercer lado del rectángulo del patio tenía una pequeña verja que se podía abrir y daba a un jardín muy abandonado en el que crecían, desordenadas, matas de bellas de noche y grandes girasoles. Los caminantes también cuidaban las flores del jardín.

El suelo del patio estaba empedrado, y entre los resquicios crecían malas hierbas. A petición de las monjas, los caminantes se encargaron de arrancarlas para mantener limpio el patio.

El patio estaba delimitado por el muro de cerramiento, que describía una pequeña curva. El muro, con su portalón de madera, pasaba por detrás de las tres palmeras. 

En el patio del convento, tres palmeras 

Wednesday, 20 March 2019

Tortosa - Las clarisas

Deja que suene la música mientras lees (clica el enlace): Anima Christi - M. Frisina


El convento de Santa Clara estaba en la parte alta de la ciudad. 

Subida al convento

Se accedía a un patio de entrada por un portalón de madera situado en el muro de cerramiento. En el patio había varias puertas.

Patio de entrada del convento
   
 La puerta situada más a la izquierda daba a la iglesia.
     Entraron.
     Silencio y soledad.
     El Santísimo en la custodia, en medio del altar. 
A la izquierda del altar, el ala de las monjas, perpendicular a la nave central y separada por una verja.
     Se sentaron.
     Dejaron pasar el tiempo.
     Sin palabras.
     Conscientes de la presencia del Santísimo.
 
A las seis, mosén Lluís llegaba puntual y reservaba el Santísimo, lo guardaba en el sagrario. Para terminar la ceremonia, se cantaba "Bajo tu amparo", un canto muy antiguo a la Virgen. 

Para cenar, pedían pan en las casas particulares. En esa época no había porteros automáticos. Los portales estaban siempre abiertos. Los caminantes subían la escalera y llamaban a la puerta. A pocas puertas tenían que llamar para que les dieran lo suficiente para la cena. 

Los inquilinos decían: "Esperad...", y cerraban por precaución mientras entraban a buscar algo. Algunos volvían con dinero. Pero los caminantes no aceptaban dinero, solo comida. Y los inquilinos, sorprendidos, volvían a entrar en el piso a buscar algún alimento, esta vez dejando la puerta abierta. La mujer y el chico se sonreían, notando la diferencia.

En Cáritas ofrecían a los pobres bolsas de arroz, fideos o legumbres, pero los caminantes no tenían con qué cocinar. Solo cogían un bote de leche condensada y un paquete de galletas María para el desayuno.

Así transcurrieron unos días. Se acostumbraron a este horario. Por las mañanas, después de misa, a casa de la señora Teresa. Por las tardes, subían al convento. Allí permanecían durante horas, en silencio, contemplando. No miraban quién había al otro lado de las rejas. Eran monjas de clausura. Había que respetar su intimidad. No querían ser indiscretos. 

Lo que no imaginaban es que las monjas sí se fijaban en ellos. Varios pares de ojos les observaban a hurtadillas, furtivamente. Y al cabo de dos semanas, a principios de septiembre, las monjas quisieron hablar con los caminantes. La abadesa les invitó a entrar en el locutorio:
  Mosén Lluís nos ha hablado de vosotros, nos ha explicado cómo llegasteis a Tortosa. Dice que, por la mañana, cuidáis a una señora enferma. Veo que todas las tardes pasáis muchas horas en la iglesia, con el Santísimo. Quiero proponeros un intercambio: vosotros os comprometéis a hacer compañía al Santísimo de dos a tres del mediodía, si tenéis libre esa franja horaria, y nosotras os dejamos vivir en una habitación exterior al convento. Es pequeña, con baño. Creo que sería suficiente para vosotros dos. Es exterior al convento pero está dentro del patio de entrada. El motivo es que nosotras somos una comunidad muy pequeña, doce monjas. Y al mediodía siempre tiene que haber una monja haciéndole compañía al Santísimo, no le podemos dejar solo. Pero también nos gusta que esté la comunidad entera en el refectorio. Así que si vosotros estáis en la iglesia a esa hora, nosotras podremos comer juntas. ¿Qué os parece? Os daríamos también la llave del portalón y os ocuparíais de cerrarlo por la noche y abrirlo por la mañana. La monja que lo hace ahora tiene que salir de clausura al anochecer y siente miedo.

Contentísimos se pusieron los caminantes. Aceptaron encantados. No podían creer en su buena suerte. Al salir del locutorio, luego de hablar con la abadesa, se fijaron detenidamente en el patio de entrada que sería su casa. Tres hermosas palmeras crecían a la derecha del portalón de entrada. Y dos macizos de flores adornaban la puerta principal del convento, uno a cada lado.

Mirabilis jalapa o bellas de noche

Las flores se abren de noche y exhalan una finísima fragancia. El portalón emitía un sonido característico, ¡CLAC!, cuando alguien entraba o salía. Y ellos serían los encargados de cerrarlo por la noche, serían los guardianes del convento.

Canto final de la reserva del Santísimo (clica el enlace): Bajo tu amparo