Deja que suene la música mientras lees (clica el enlace): Blade Runner Blues - Vangelis 1982
all those moments will be lost in time like tears in the rain
Transcurridos los tres días de estancia en la cité, los caminantes acudieron a la cita concertada con Didier, el responsable del campus de Pax Christi. ¿Qué sorpresa les esperaría? Estaban intrigados.
Didier les saludó efusivamente.
—¿Sabéis? Aquí cerca de Lourdes hay una masía muy especial. Se dedican, por un lado, a las labores del campo y, por otro, al recogimiento y la meditación. La dueña se llama Marie George. He hablado con ella y accede a acogeros los días que queráis a cambio de que la ayudéis en las faenas propias de la masía. ¿Os hace ilusión? Está solo a 20 km y os puedo llevar en coche.
Y así fue cómo los caminantes llegaron a la masía para quedarse una temporada.
En cuanto oyó el ruido del coche, Marie George salió a recibirles, rodeada de perros y gatos. Se despidieron de Didier. Era media tarde.
Marie George tendría unos cuarenta años. Era morena, de facciones agradables y complexión robusta. Les acompañó al dormitorio, que era común, con espaciosas celdas separadas por cortinas de color naranja. El techo era un entramado de vigas, con la inclinación propia del tejado.
Cuando salían de la casa, se encontraron con Fleur, una chica joven y fuerte. Llevaba el pelo corto y revuelto. Parecía tímida. Vivía en la casa desde hacía varios años. Estaba en el patio de entrada, hacinando el heno con una horca.
Después les enseñó los alrededores. Delante de la casa estaban los prados. Detrás, el bosque. Se internaron por él hasta llegar a una casita en lo alto de una loma verde. En ella vivía una familia que cuidaba de los caballos de la granja. De la loma bajaban corriendo los padres y varios niños al encuentro de los recién llegados. Los padres se llamaban Marie Ange y Alain.
Alain y Marie Ange hicieron pasar a los caminantes y se sentaron a charlar alrededor de una gran mesa de madera. Sobre ella, una jarra de agua cristalina y vasos para todos. Los niños jugaban en el suelo.
Además de Marie George y Fleur, moraba en la masía un joven alemán, de unos 25 años. Era alto y fuerte. Se llamaba Bernard. Hablaba poco. Ayudaba en los trabajos del campo. Las demás personas solo venían a pasar unos días de descanso.
El primer día, el trabajo consistió en arrancar las hierbas que lindaban con las cercas. Había que arrancarlas de raíz, para que no se reprodujesen. Daba una sensación de impotencia por la lentitud de la labor y por su infructuosidad, pues muchas hierbas preferían ser cortadas antes que arrancadas.
Otro día, fueron al prado a hacer haces con el heno cortado. Después, los dos chicos jóvenes cargaban con los haces y los trasladaban a hombros al pajar. Hacía gracia verlos, pues tan grandes eran los haces que los chicos desaparecían bajo ellos.
* * *
La comida se preparaba entre todos los de la población flotante. Cada día, uno de los residentes se responsabilizaba de sugerir y preparar un plato típico de su región, con ayuda de todos. Así se creaba un ambiente de compañerismo y colaboración muy enriquecedor.
La cocina estaba integrada en el salón comedor. Había varias mesitas de madera dispuestas en forma de U que permitían trabajar cómodamente en la confección de los menús desde diversos ángulos. Encima de las mesitas, las verduras recién recogidas del huerto. Algunos las lavaban, otros las pelaban y troceaban, entre charlas y risas. Como las estancias no duraban más de una semana, no daba tiempo a que surgieran malos rollos.
En el centro de la sala, una gran mesa rústica flanqueada por sendos bancos de madera. El número de comensales oscilaba entre 12 y 16. Se colocaban en la mesa todos los platos del menú para que nadie tuviera que levantarse a servir.
Alrededor de la mesa, hacían acto de presencia los perros y los gatos. Mientras la gente comía, era normal ver el hocico de un perro apoyado en el borde de la mesa, en espera paciente de que le echaran un poco de comida. El perro miraba con esos ojillos que se les antojaban tristes y les conmovían.
Los comensales bromeaban al respecto, pues a algunos no les gustaba ese trato tan íntimo con los animales. Las bromas, cariñosas, se hacían a espaldas de Marie George, no fuera ella a ofenderse.
Siempre lavaban los platos entre todos.
Los comensales bromeaban al respecto, pues a algunos no les gustaba ese trato tan íntimo con los animales. Las bromas, cariñosas, se hacían a espaldas de Marie George, no fuera ella a ofenderse.
Siempre lavaban los platos entre todos.
En la gran sala también había un rincón con sofás y una mesita para tomar el té o para dedicarse a la lectura.
* * *
La capilla estaba en el primer piso. Se accedía a ella por una escalera de madera con trampilla. Era una acogedora sala rectangular con bancos corridos, arrimados a la pared. En uno de los extremos, el sagrario y un altar, pequeño, sencillo. En el centro, nada. Solían reunirse en ella para cantar las vísperas. Nadie estaba obligado a asistir.
La mujer y el chico tenían permiso para subir a la capilla, abrir el sagrario y comulgar. Solo se celebraba misa cuando uno de los visitantes era sacerdote.
El domingo, los que querían bajaban a la pequeña iglesia del pueblo, a unos veinte minutos de distancia a pie. En la iglesia, en lugar de bancos de madera, había unas sillas muy divertidas.
El asiento de paja es articulado. Se levanta y la silla se convierte en reclinatorio. Cuando tocaba sentarse, las sillas estaban vueltas hacia el altar. Y cuando era momento de arrodillarse, la gente las giraba y levantaba el asiento, armando un gran barullo. Era gracioso y, a la vez, un verdadero atentado contra el silencio, la quietud y la paz.
* * *
Marie George les propuso que se quedasen a vivir en la masía indefinidamente. Era una vida placentera y gratificante la que llevaban en la casa, a pesar del esfuerzo que suponía trabajar la tierra, labor a la que ellos no estaban acostumbrados, pues la mujer era una intelectual y el chico, un estudiante.
Pero había una pega, una sola cosa les faltaba: la celebración eucarística. Desde que salieran de la gran ciudad, y a pesar de no llevar reloj, siempre que llegaban a un pueblo, o cuando partían de él, habían tenido la oportunidad de asistir a misa sin faltar ni un solo día.
La eucaristía, intuían ellos, era el punto cero, el punto de encuentro de todos los tiempos, pasados, presente y futuros; el punto de encuentro de la divinidad con la humanidad (todos los hombres de todas las épocas de todos los lugares, creyentes y no creyentes). La eucaristía, imaginaban ellos, era como un árbol plantado en lo alto de una colina, cuyas ramas se extendían a oriente y occidente, al norte y al sur, y cuyas hojas proporcionaban oxígeno y protegían del ardiente sol a toda la tierra.
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