Deja que suene la música mientras lees (clica el enlace): Meeting Again - Max Richter
Domingo 22 de agosto de 1982
Después de misa, mosén Lluís les guió, a través de una plaza situada detrás de la catedral, por callejuelas que les llevarían hasta el barrio gitano.
Les mostró, al pasar, dónde se encontraba el local de Cáritas.
—Venid aquí siempre que queráis, no solo para pedir ayuda, sino también para prestarla.
Llegaron a casa de la señora Teresa. Era un segundo piso de unos treinta metros cuadrados. El sol hacía florecer los geranios de la ventana.
El mosén entreabrió la puerta del piso, pues no estaba cerrada con llave, ya que la señora Teresa no se podía levantar para abrir la puerta si alguien llamaba.
—¿Señora Teresa?
—¡Pase, pase, mosén!
Entraron en la habitación de la señora, postrada en la cama. Se hicieron las debidas presentaciones. La señora se mostró encantada de que los caminantes pudieran atenderla. Vendrían todos los días por la mañana, hasta la hora de comer. El sacerdote se despidió:
—Bueno, aquí os dejo. Por la tarde, si queréis, venid al convento de Santa Clara. Preguntad cómo se va. La iglesia del convento está siempre abierta, porque en ella se expone el Santísimo durante todo el día. A las seis de la tarde voy yo y lo reservo. Y si no venís, ya nos iremos viendo.
La señora Teresa tenía marido, el señor Antonio, que se quedaba con su esposa por la tarde y durante la noche. Tenía también una sobrina de doce años, con trenzas, Carmencita, que la adoraba, le hacía compañía y la ayudaba. Pero Carmencita pronto empezaría el colegio y la señora estaría más tiempo sola. La vecina del primer piso, Rosa, la gitana, subía a verla con frecuencia. Tenía muchos hijos e hijas y ahora volvía a estar embarazada.
La señora Teresa no se levantaba nunca de la cama. Ni siquiera para ir al cuarto de baño. Le venían vértigos cuando se incorporaba, debido a la fuerte anemia que padecía. A su derecha, en un banquito, había una cuña de plástico, papel higiénico, una botella de agua y gasas. Así la señora podía quedarse sola y hacer sus necesidades sin ayuda de nadie. Y cuando venía alguien, le pedía que vaciara la cuña y la limpiara. Era una mujer aseadísima. Lo que más le preocupaba era no tener suficientes fuerzas para hacer estos menesteres ella solita.
Los caminantes se repartieron el trabajo. Ellos serían las manos y los pies de la señora. Ella, desde su almohada, controlaba la casa. Veía parte del comedor-cocina y les daba instrucciones precisas. Había que hacerlo a su gusto, tal como ella deseaba. Esa era la mejor ayuda que podían prestarle.
La mujer la ayudaría en el aseo personal. Aprendería a cambiar las sábanas con la señora en la cama. La lavaría y peinaría sin apenas levantarle la cabeza, para no marearla. Le cortaría las uñas.
El chico cocinaría. Él había asistido a una escuela de hostelería, especializándose en la rama de cocinero. Pero la señora le enseñaría a hacer sus potajes preferidos. Prepararía un caldo de pechuga con un hueso de jamón y algunas verduras típicas para el caldo. Una vez preparado, apartaría la pechuga. En el caldo había que cocer arroz o fideos con patatas cortadas en trozos menudos. Los caminantes nunca habían visto esta mezcla de arroz o fideos con patatas. A la señora Teresa y al señor Antonio no les gustaba la pechuga, solo el sabor que dejaba en el caldo. Por eso se la daban a los caminantes para que se la llevasen en una fiambrera. Les daban también una barra de pan que el señor Antonio traía todas las mañanas. Y añadían una fruta o un tomate. Así que los caminantes ya tenían resuelta la comida del mediodía.
Entre los dos se ocupaban de quitar el polvo, barrer y fregar el suelo. La señora Teresa tenía tres macetas de geranios en la ventana del comedor, que daba al sur y estaba soleada. Ella no veía sus geranios desde la cama, pero preguntaba por ellos, y había que regarlos, retirar las hojas secas y cortar las flores mustias. Daban alegría a la casa.
Otras faenas que hacía la mujer eran salir a comprar lo que hiciera falta e ir al ambulatorio a pedir recetas para, después, comprar medicamentos en la farmacia.
Calle Vilanova de Tortosa
Los caminantes comían en el local de la parroquia y, por la tarde, subían al convento de las clarisas, como les había sugerido mosén Lluís.
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