Jueves, 19 de agosto de 1982
Ahora se dirigían a Tortosa. Pronto divisaron el mar. Rocas y mar. A partir de Cambrils caminarían por la costa. Costa Dorada, la llaman.
Costa dorada
Hacia el mediodía, llegaron a L'Hospitalet de l'Infant, un pueblo costero.
Hospitalet de l'Infant
Buscaban una fuente para saciar su sed. No dieron con ninguna. Entraron en un bar con vistas al mar. Detrás de la barra, el camarero les miraba.
—¿Qué va a ser?
—Un vaso de agua, por favor, del grifo.
El camarero puso dos vasos encima de la barra y abrió una botella de agua mineral. Ante el gesto de alarma de los caminantes, les tranquilizó:
—Invita la casa, el agua del grifo aquí es muy mala.
Bebieron, sorbo a sorbo, disfrutando del agua helada, mientras contemplaban la playa dorada.
Bebieron, sorbo a sorbo, disfrutando del agua helada, mientras contemplaban la playa dorada.
La carretera continuaba, sinuosa, bordeando el mar. En una curva, apareció la central, siniestra, amenazante...
Central Nuclear de Vandellós I
Caminaron con el corazón oprimido, el paso acelerado. Aún tardarían un buen rato en perderla de vista. Casi no se atrevían a respirar. ¡Qué contraste con la belleza del paisaje!
A media tarde se les agregó otro caminante. Un joven andaluz, de veinte años. Intercambiaron impresiones. Se contaron anécdotas. El joven se había convertido recientemente al islam y les explicaba entusiasmado los detalles de su nueva religión.
Atardecía. La mujer y el chico andaban con paso rápido. Habían previsto pasar esa noche en l'Ametlla de Mar. Pero el joven estaba cansado. Se rezagaba. Avanzaba penosamente. Propuso a los caminantes:
—¿Descansamos?
—No, que es muy tarde.
—Quedémonos a dormir aquí, en descampado.
La mujer y el chico sintieron miedo y prefirieron seguir adelante. Se separaron del tercer caminante.
Ametlla de Mar
Cuando llegaron a l'Ametlla eran las nueve de la noche, ya había oscurecido, los días no eran tan largos. Ese fue el día que más kilómetros habían recorrido a pie, 44 para ser exactos.
Subiendo hacia la iglesia, localizaron la casa del párroco. Pidieron al sacerdote albergue para esa noche, pero no pudo ser. En cambio sí atendió a sus ruegos de darles la comunión. Abrió la iglesia para ellos solos.
Después, los caminantes bajaron a la playa. Hacía bochorno. Sentados en la arena, comieron los alimentos que llevaban. Deambulando por las calles que dan a la playa, vieron una pequeña casita con porche de entrada. En el porche había dos bancos de madera, formando ángulo.
Era acogedor. Llamaron a la puerta. Les abrió la señora de la casa.
—¿Nos da su permiso para dormir en los bancos esta noche?
—Claro que sí.
Se tumbaron, sin taparse. El hato les servía de almohada.
Ya entre sueños, una luz se posó sobre sus párpados cerrados.
—¡Eh, vosotros, largo de aquí!
Era una pareja de la guardia civil.
—Hemos pedido permiso a la señora y nos ha dejado dormir aquí.
—Ahora vamos a comprobarlo...
Y accionaron el timbre. Todavía no era muy tarde. Salió de nuevo la señora.
—¿Ya sabe usted que tiene visitantes?
—Sí, lo sabía. No molestan, pueden quedarse. Muchas gracias por avisarme.
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