Viernes, 20 de agosto
Continuaron su camino hasta l'Ampolla, otro pueblo a orillas del mar. En ese punto empezaba el delta del Ebro. A partir de entonces, la carretera se apartaba de la costa.
Llegaron a l'Aldea. Decidieron hacer noche en este pueblecito. Aquí tendrían que cambiar de carretera y seguir por la orilla del Ebro hacia el interior. Pero era bastante temprano y les daba tiempo de llegarse hasta Amposta, donde era probable que pudiesen oír misa. En Amposta se entra cruzando el Ebro por un antiguo puente colgante.
Estaban de fiesta en el pueblo. Había mucha gente. Después de misa, desandaron el camino hacia l'Aldea.
En total, habían hecho 35 kilómetros a pie. Había anochecido. La iglesia de l'Aldea estaba justo al lado de la carretera.
Aldea: iglesia de Sant Josep
Tenía un pequeño soportal. Al abrigo de él se echaron en el suelo para dormir. Pasaban pocos coches. La noche era templada, tranquila.
Sábado, 21 de agosto de 1982
¡Qué corto sería el tramo de ese día! Lo tomarían con calma. Paladearían sus últimos kilómetros. Catorce. Los 14 últimos kilómetros... Caminaban por la orilla del Ebro. Era un día soleado. Encontraron higueras al borde del camino. Probaron el dulce fruto, ya maduro. Pan con higos fue su alimento.
Ya en Tortosa, localizaron, preguntando, el colegio de las teresianas.
La entrada principal daba a un parque, una plaza con árboles. Llamaron a la puerta. La hermana portera era menuda, como ellos.
—Venimos a ver a la Madre Magdalena.
—No está. Se ha ido de vacaciones con su familia, en Calafell. No volverá hasta dentro de un par de semanas.
Los caminantes se quedaron perplejos. No habían contado con esa eventualidad.
—Esperad, voy a buscar a la Madre Superiora. Le gustará atenderos.
La Madre Superiora no se hizo esperar. Era joven y guapa. Y además cariñosa y simpática.
—¿Queríais ver a la Madre Magdalena? ¿De qué la conocéis?
La mujer explicó que había sido su alumna en el colegio de Valladolid desde los 10 años hasta los 13 y que después habían permanecido siempre en contacto y se habían visto en diversas ocasiones cuando la Madre estuvo destinada a Madrid. Que venían de una larga peregrinación a Lourdes y que ahora buscarían trabajo en Tortosa.
—Pues, ¡cuánto lo siento! Ella ahora está en Calafell.
—Podemos ir a verla a Calafell, andando...
—Son muchos kilómetros para ir andando.
—Ya estamos acostumbrados a caminar.
—La llamaré y le preguntaré si es posible que vayáis a verla. Un momento.
Cogió el auricular, marcó el número y oyeron cómo hablaba con ella.
—Dice que prefiere que paséis de nuevo por aquí cuando ella vuelva, dentro de 15 días. Se ha puesto muy contenta.
—¿Podemos quedarnos aquí esta noche? No tenemos a donde ir.
—No, esto es un colegio y no tenemos habitaciones para huéspedes, lo siento.
—Podríamos dormir en cualquier rincón, en el suelo, llevamos sacos de dormir. Y tenéis pasillos tan amplios y un hall de entrada enorme... No notaríais nuestra presencia. Solo esta noche.
—No puede ser. Id a una parroquia o a Cáritas. Os puedo dar comida, eso sí, esperad que prepararemos un bocadillo. Y fruta, y galletas. Esperad...
Salieron del colegio desazonados. Les costaba comprender que, teniendo sitio y no siendo ellos unos desconocidos, no quisieran cobijarles por una noche. Les invadió el desaliento.
Se sentaron, abatidos, en un banco del parque.
El corazón, sin latido.
La mente, sin pensamiento.
Los ojos, sin lágrimas.
El estómago, sin hambre.
Los esquemas lógicos, distorsionados.
Unas pocas semanas viviendo al día les habían cambiado por dentro. Se sentían raros. Su visión chocaba con la de la sociedad en la que estaban inmersos. Los dos, la mujer y el chico, guardaron silencio.
Al declinar el día, dejaron el parque. Querían oír la misa de la tarde. Entraron en la catedral. En la capilla de Nuestra Señora de la Cinta, un sacerdote oficiaba. Al terminar la celebración, se le acercaron. Él sonrió al verles:
—En cuanto os vi, supuse que vendríais a hablarme. ¿Qué os pasa? ¿Qué queréis?
Ellos le pidieron cobijo para esa noche. Le explicaron que eran peregrinos y que ahora buscaban trabajo. Mosén Lluís, que así se llamaba el sacerdote, era bajito y delgado. Tendría unos sesenta años y vestía sotana larga. Se estuvo interesando por su viaje y por sus expectativas. Se manifestó escéptico con respecto a encontrar trabajo, ¡eran tantos los que buscaban...!
—¿A qué os queréis dedicar? ¿Qué sabéis hacer?
Ellos querían cuidar de personas necesitadas que no tuvieran medios para pagar.
—¿Trabajaríais sin cobrar? ¿Como voluntarios?
—Esa es nuestra idea, eso es lo que nos gustaría.
—Pues... en mi parroquia tengo a una enferma de cáncer, la señora Teresa. Tiene problemas económicos y las señoras voluntarias no se atreven a ir a su casa porque vive en un barrio de gitanos conflictivo. ¡Uy, cuando vea que habéis aparecido vosotros, qué contenta se va a poner! Si queréis cuidarla, mañana mismo os acompaño a su casa. Esta noche podéis dormir en un local que la parroquia tiene para reuniones y catequesis. Como ahora estamos de vacaciones, podéis ocuparlo vosotros hasta mediados de septiembre. ¡Venid a verlo!
Era una diminuta planta baja que constaba de un recibidor, una sala con mesas y sillas, y un reducido baño. Podrían dormir en el suelo y dejar allí sus cosas mientras trabajaban. Les dio la llave del local.
Quedaron para el día siguiente, a primera hora de la mañana.
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