Tuesday, 12 March 2019

Caminantes - Hacia el mar

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     Miércoles, 18 de agosto de 1982

La noche anterior, cuando llegaron a Lérida, los caminantes habían llamado a las puertas del convento de monjes carmelitas descalzos. Los monjes estaban a cargo del santuario de Santa Teresita del Niño Jesús.

Les hicieron pasar a su comedor, con una gran mesa redonda, todavía sin recoger porque la comunidad acababa de cenar. Dos monjes, vestidos de seglar, se sentaron con los caminantes, haciéndoles compañía mientras comían. Después les llevaron a un ala del convento que tenían destinada para huéspedes. Se levantaron con el alba.

Después de asistir a misa en el santuario, se pusieron en marcha hacia Tarragona. Tardarían unos tres días en llegar, calculaban.
   Hacía calor.
   No había muchos árboles en la carretera.
   El sol apretaba.
   Poco tránsito.
Iban caminando, uno detrás del otro, cuando les adelantó un camión y se paró a pocos metros de ellos.
   ¿Adónde vais?
   Hacia Tarragona.
   Voy para allá. ¡Subid!
Se sentaron al lado del conductor.
   Esta mañana, cuando iba de Tarragona a Lérida con el camión cargado, os vi andando por la carretera. En Lérida descargué la mercancía y ahora, que vuelvo a Tarragona, ¿qué veo? Que todavía seguís caminando...
  
Los kilómetros se sucedían deprisa, pasaban rápidamente por pueblos y ciudades que no habían visitado nunca. Llegaron a Montblanc, una pequeña ciudad, nueva para ellos, capital de comarca. Era la hora del almuerzo y el camionero aparcó en una plaza.
  ¿Venís a comer conmigo?
  No, no... te esperamos...
  Vale, quedamos en esta plaza dentro de media hora.


Los caminantes, que no tenían nada que comer, entraron en una panadería y pidieron pan del día anterior, si les había sobrado. El panadero les ofreció dos grandes panecillos tiernos. Agradecidos, se sentaron en unos escalones y disfrutaron del oloroso pan.

Montblanc está situada a los pies de las montañas de Prades, espacio natural protegido a causa de sus bosques, ríos y fuentes sin contaminar. Conserva casi intacta la muralla que rodea el casco antiguo.

Ciudad de corte medieval, con mucha personalidad, que ha sabido sacar partido de sus peculiaridades. 


Se celebran en ella numerosos actos culturales: representación de piezas teatrales en escenarios improvisados, al aire libre si el tiempo lo permite, danzas medievales con participación del público, mercadillos de productos artesanales, actividades lúdicas para los más pequeños. 

A lo largo de todo el año, Montblanc nos sorprende con sus variadas actividades culturales, danzas y conciertos en algunas iglesias no dedicadas al culto religioso, castillos humanos, típicos de la zona. Destaca la semana medieval que se celebra en el mes de abril por San Jorge (Sant Jordi). Durante toda una semana, los habitantes salen a la calle con atuendos medievales. En la ciudad tienen lugar toda suerte de actividades de aquella época: juegos, lucha, torneos, paseo de damas y caballeros con su séquito, los más pequeños ataviados a la usanza antigua, niños con espadas de madera al cinto, niñas con cestitos de flores y dulces. Las tabernas sacan largas mesas de tablones a la calle, la gente se sienta en ellas usando bancos de madera, y el aire se llena de humo y olor de corderos asados.
    
Pero los caminantes eran ajenos a todas estas costumbres. Ellos comían tranquilamente su pan sin imaginarse siquiera que, veinte años más tarde, fijarían su segunda residencia a tan solo doce kilómetros de esta ciudad, de la que nunca habían oído hablar, recorrerían las pistas de las montañas de Prades con un todo terreno, caminarían por sus senderos y descubrirían la hermosura de sus parajes más recónditos, y tardarían en olvidar la escena de ese día, el 18 de agosto de 1982, en la que no pensaban en el futuro y se sentían felices por el trozo de pan que les acababan de regalar.

Regresó el camionero y continuaron su viaje sentados a su lado en la cabina. Subieron el puerto de Lilla, desde donde se vislumbraba el extenso llano del campo de Tarragona y, a lo lejos, el mar.

Camp de Tarragona desde el Coll de Lilla, con el mar al fondo

Cuando el camionero les dejó en Tarragona, aún era temprano. Tenían tiempo de caminar un poco más. 

Llegaron a Vila-seca. Hora de misa. Extraña celebración, que tenía lugar, no en una iglesia ni en una capilla, sino en una sala del recinto parroquial. Todos los asistentes sentados alrededor de una gran mesa ovalada. El joven sacerdote, vestido de seglar, no presidía la mesa, sino que se sentaba como uno más. Compartían el pan y el vino de la comunión sin moverse de su lugar. Cada comensal recibía la bandeja de pan y el cáliz de vino consagrados del vecino de la derecha, comía y bebía, y los pasaba a su vecino de la izquierda hasta completar la mesa. 

Vila-seca

Finalizada la misa, los caminantes pidieron acogida al sacerdote y él les ofreció el garaje. Allí durmieron esa noche, allí descansaron después de haber recorrido 90 km, de los cuales unos 30 a pie.


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