Cuando se terminó la ceremonia, y de vuelta al campus, Didier informó a los caminantes de que habían llamado de Cité Saint Pierre para comunicar que ya había sitio para la mujer y el chico. Didier les acompañó con el coche y, al despedirse, les hizo prometer que al cabo de los tres días de estancia en la cité, volverían al campus.
—Tengo una sorpresa para vosotros— les dijo, sonriente.
* * *
La cité Saint Pierre está situada a unos 15 minutos a pie de la gruta. En ella pueden alojarse gratuitamente los peregrinos que no tienen medios para pagar un hotel. Fue una idea de Bernadette Soubirous. La estancia suele ser de tres días. Depende de Caritas Francia. Está atendida principalmente por voluntarios de todos los países.
Había varios pabellones de dormitorios diseminados en la zona boscosa. Luego estaba el refectorio (o restaurante) en medio de un jardín bien cuidado.
Salían los caminantes del refectorio después de comer, y quisieron saber la hora. Sentadas en uno de los bancos, había varias chicas. La mujer preguntó la hora a una de ellas, la que se sentaba en un extremo. La chica, que era muy bonita, tocó su reloj, accionó una pequeña palanca y el cristal se levantó; entonces palpó las manecillas con las yemas de sus dedos y le dijo la hora. Era ciega.
* * *
Los caminantes tenían un encargo pendiente. Ellos no aceptaban dinero nunca, salvo en una ocasión. Fue el día 14 de julio, un miércoles muy soleado. Ese día habían salido de Ripoll hacia Les Llosses. Pasaron por Viladonja y Palmerola, donde encontraron una masía de campamentos. Allí un señor se ofreció a llevarles en coche hasta Berga. Era ya de noche. El señor se llamaba Joan. Era mayor, unos 60 años. Durante el trayecto les explicó que estaba muy triste porque su mujer había fallecido recientemente.
Joan les alojó en su casa de Berga esa noche. Fue muy amable con ellos. Tenía un precioso perro alemán. Por la mañana, estuvieron mirando los tres juntos en un mapa el camino que convenía seguir. Al despedirse, Joan les rogó que, cuando llegasen a Lourdes, le enviaran una postal, pues él estaba muy preocupado por ellos, los veía tan frágiles, andando por esos caminos... Les dio su dirección y una moneda para comprar la postal y el sello. Insistió hasta que el chico se la guardó en el bolsillo de los vaqueros.
Así que bajaron a darse una vuelta por las calles de Lourdes, compraron una postal muy bonita y escribieron a Joan que habían llegado bien. No pusieron remite, pues no tenían hogar. Le prometieron que le tendrían informado de sus ulteriores andanzas.
Les sobró un poco de dinero y se compraron una de esas botellitas de plástico que tienen forma de virgencita y sirven para guardar un poco del agua que mana de la roca. Les hacía ilusión llevarse un recuerdo de Lourdes.
* * *
Durante su estancia en la cité, los caminantes se interesaron en los pormenores del voluntariado. Ya se imaginaban viviendo en Lourdes, en aquel lugar tan agradable, sirviendo a los peregrinos... Pero las cosas no funcionaban así. El tiempo máximo que un voluntario podía prestar sus servicios en la cité era de tres semanas. Una buena idea, para evitar la rutina, para impedir que los voluntarios se instalasen en su cometido, para que nadie se sintiese veterano y con más derechos que otros, para erradicar privilegios. Con un máximo de tres semanas de antigüedad, nadie podía presumir de su experiencia, todos eran novatos. El trabajo era lo suficientemente sencillo como para no exigir cualificación, ya que solo se trataba de labores del hogar: poner la mesa, servir la comida, limpiar las habitaciones, etc...
Capilla de Santa Bernadette
* * *
Una mañana paseaban por la zona de la gruta y vieron una interminable fila de personas que se movía lentamente hacia un objetivo. ¿Para qué estarían haciendo cola? Al otro lado de la fila, un señor les observaba. Les estaba haciendo señas. ¿Qué querría?
Se acercaron a él. El señor, con una sonrisa amable, les invitó a ponerse a la cola.
—¿Para qué?
—Para sumergiros en el agua del manantial.
—¿Sumergirnos en el agua?
—Sí, ¿veis aquella pequeña edificación? Allí la gente se sumerge en el agua y formula un deseo. Los enfermos piden salud; los tristes, consuelo; los pobres, remedio para su situación ¿Quién no tiene algo que pedir?
Y mientras esto decía, les empujaba suavemente hacia la fila. Los caminantes, que tenían a flor de piel el instinto de estar abiertos a toda clase de sugerencias, siguieron las indicaciones de aquel desconocido. Al fin y al cabo, ellos también tenían un deseo: pertenecer a una comunidad, encontrar un sentido profundo a la vida y participar en el resurgimiento del pueblo místico, un pueblo coherente, auténtico, solidario.
La cola avanzaba con suma lentitud. El chico y la mujer se impacientaban. Varias veces estuvieron a punto de desistir. Pero siempre ocurría algún pequeño incidente que los mantenía en sus puestos. Una vez fue la chica que estaba tras ellos, con una criatura en brazos. Era española y les daba conversación. Luego fue que llegaron a un punto de inflexión en la espera: la gente ya no tenía que avanzar de pie, sino que había bancos bajo unos toldos, bancos colocados como en un vagón de tren, y se acercaban a la meta, formando eses. Mientras tanto, por megafonía, iban desgranando las avemarías de un rosario interminable. Al final de cada decena, entonaban el canto típico de la Virgen de Lourdes:
Ave, Ave, Ave María
Ave, Ave, Ave María
Cada decena se rezaba en un idioma distinto: portugués, francés, español, inglés, alemán, italiano...
Por fin les llegó el turno. Entraron, en grupos de 10, en una especie de vestíbulo. Era un lugar bastante cutre, que no invitaba a entrar. Sobre la puerta, una inscripción:
ALLEZ BOIRE À LA FONTAINE ET VOUS Y LAVER
Había un vestuario para hombres y otro para mujeres. La mujer dejó la ropa en una percha y se envolvió en un lienzo blanco que la cubría desde las axilas hasta las rodillas.
En una antesala, las mujeres se colocaron en corro, esperando a que las llamasen, una por una. La mujer miraba avergonzada sus pies que, descalzos, tenían esculpida la forma de las sandalias con las que había caminado tantos días de sol. Allí donde había una tira de cuero, la piel estaba completamente blanca, y donde las sandalias estaban abiertas, la piel era morena. ¿Qué pensarían las otras mujeres a la vista de sus pies? Pero nadie parecía fijarse en ellos.
Pronto la hicieron pasar. Dos voluntarias la esperaban, una a cada lado de una pequeña piscina. Había que meterse en el agua, bajando dos o tres escalones. El agua estaba helada.
La mujer titubeaba.
¡Qué frío!
Las voluntarias la apremiaban.
¡Venga!
La empujaron suavemente hasta que el agua le llegó al cuello. ¡Qué helada estaba! Una de las voluntarias susurró: "Formula tus deseos a la Virgen." Y la mujer se concentró en los deseos que llevaba en su interior, los deseos que la habían empujado a salir de la gran ciudad para buscar una nueva forma de vida.
Al salir de la piscina, no había toallas. El agua debía secarse solita sobre la piel. La mujer se vistió. La ropa se pegaba al cuerpo húmedo. Salió al vestíbulo y esperó al chico.
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