Sunday, 3 March 2019

Caminantes - Entre rejas

Deja que suene esta música mientras lees el texto (clica el enlace): Behüte mich Gott - Taizé

Behüte mich Gott,
Ich vertraue dir. 
Du zeigst mir den Weg zum Leben. 
Bei dir ist Freude, Freude in Fülle!


Miércoles 21 de julio de 1982

Cuando llegaron a Vielha aún era bastante temprano. Serían las siete de la tarde.

La iglesia estaba cerrada. La misa se celebraba por la mañana, a las ocho. Asistirían a ella antes de reanudar la marcha.

Fueron a la rectoría. No había nadie en la casa. Era de aquellas casas que tienen doble entrada. Primero está la puerta de la calle. Luego hay un pequeño vestíbulo y, finalmente, la puerta de entrada a la casa.

Se sentaron en los escalones que daban a la calle. Esperarían al sacerdote. Le preguntarían si les dejaba pasar la noche en ese pequeño vestíbulo de entrada.

Al otro lado de la calle, detrás de un seto florido, se alzaba una casa de dos pisos. En el balcón vieron a unas cuantas chicas asomadas, que les saludaban con la mano. Los caminantes respondieron alegremente al saludo.

Al cabo de un rato aparecieron dos de ellas, sonrientes.
¿Qué hacéis? ¿Quiénes sois? ¿De dónde venís? ¿Adónde vais?
Estamos de paso, no tenemos donde dormir esta noche. ¿Nos dejáis un lugar en vuestra casa?
No, no puede ser. Pero os traeremos comida, toda la que queráis...
Ya tenemos para cenar. ¿Y en el jardín? ¿Nos dejáis dormir en el jardín?
No, en el jardín tampoco. ¿Queréis sandía? ¿Os traemos un trozo? Está fresquita...
Tenemos fruta también, muchas gracias. Solo necesitamos un lugar para dormir.
A lo mejor el sacerdote os indica un lugar...
A lo mejor...
Y se fueron, contentas, a su casa.

Por fin llegó el sacerdote. No les dejó quedarse en el vestíbulo. Les sugirió que preguntasen a la policía. Y les dijo que, a veces, había gente transeúnte durmiendo bajo los soportales del ayuntamiento.

Se dirigieron hacia allá. Las chicas seguían asomadas al balcón. Viendo que los caminantes se marchaban, les dijeron adiós con la mano. Ellos respondieron con un gesto efusivo de despedida.


Ya empezaba a estar oscuro. Los soportales estaban iluminados y había bancos de piedra. Les dio apuro quedarse a dormir en los bancos. Había demasiada luz y daba sensación de desamparo.

En una calle encontraron a un policía, de uniforme. Le preguntaron si tenía algún local donde pudieran pasar la noche.
Sí, hay un local, dos celdas, son para los maleantes.
¿Hay maleantes hoy?
No esta noche no hay nadie.
¿Nos dejaría pasar la noche?
Es que a veces me quedo yo a dormir. Tengo una cama plegable.
No importa, podemos dormir los tres, no le molestaremos.

Mientras hablaban, iban caminando y llegaron al local. El policía les hizo entrar. Ante una mesa de escritorio, a la luz de una lámpara, estaba sentado un compañero del policía. Era un lugar acogedor. El policía les pidió los carnés de identidad. Los examinó y se quedó con ellos. Explicó a su compañero que los caminantes no estaban detenidos. Que solo venían a pasar la noche porque no tenían alojamiento. Que les dejara marchar por la mañana y les devolviera los carnés.

Acompañó a los caminantes a las celdas. Era un entorno muy degradado y deprimente. Sucio. Paredes desconchadas. En lugar de puerta, había rejas. En cada cuarto, una cama, un pequeño lavabo y un váter, sin ninguna separación.

El policía quiso que la mujer ocupase una de las celdas y el chico, la otra. Ellos le rogaron que no los separara. Se sentían extraños en aquel lugar. Si estaban juntos, se animarían mutuamente. Pero el policía se negó, los dejó a cada uno en su celda y se fue.

La mujer se lavó. Se quitó la falda, no la camiseta. Preparó el saco de dormir. Se acostó encima del saco y se cubrió con la manta a cuadros que llevaba. Sentía grima a causa de la suciedad de aquel cuarto. Había bichitos. Arañas.

Debía de haberse dormido, porque de pronto oyó el ruido de las rejas que se abrían. Alguien encendió la luz. A duras penas reconoció al policía. Se había quitado el uniforme. Iba de paisano. Se acercó. Se sentó en el borde de la cama.

La mujer se incorporó a medias, envuelta en su manta a cuadros. El hombre le hacía preguntas. Ella contestaba. Y le rogaba que le dejase ir con el chico.

Al cabo de muchas preguntas y respuestas, el hombre se levantó. Le dijo: "Anda, ve con tu hijo". Le tendió los carnés de identidad, que tenía guardados en un bolsillo de la camisa. Ella, poniéndose la manta a modo de falda, cogió sus trastos y entró en la celda del chico.

A la mañana siguiente, muy temprano, el policía no estaba. Se despidieron de su compañero. Salieron al aire fresco de la mañana. Eran libres.


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